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En parte, la idea le aterraba pero, en realidad, estaba
demasiado acostumbrado a vivir con miedo. Aquello le producía una sensación
hasta cierto punto masoquista, puesto que la desazón era, en ocasiones, su zona
de confort: el único lugar en el que podía sentir que todo aquello que percibía
era real, sin importarle que las causas de su tristeza no lo fueran. No era
feliz, pero ese escondite le había ayudado a vivir durante más de veinte años
en un mundo que no podía sentir como cualquier otra persona. Allí podía
sentirse mal, podía llorar, podía encontrar una vía de escape a los momentos
tristes, y también a los momentos felices. La existencia de estos últimos parecía estar siempre en el aire.
En ocasiones, sin embargo, empezaba a sentir miedo
del propio miedo. Por algún tipo de relación matemático-mental, el miedo al miedo le sumergía en la realidad con una fuerte zambullida, y todo lo que normalmente parecía difuso comenzaba a tener entidad propia, a ser absurdamente concreto, a estar dotado
de sentido. Y, si había algo que le aterraba más que cualquier otra cosa, era sentir
el yugo de la realidad. Sentir la vida, y comprobar que su percepción
equivocada era real.